El Ayacucho que ví

No quiero dejar de comentar brevemente algo que me impresionó mucho y que está en relación a mi último viaje a tierra ayacuchana.

Un par de semanas antes del 5 de junio, día en que se realizó la Segunda Vuelta de las elecciones presidenciales en Perú, visité la nostálgica pero también memorable Ayacucho; anduve por algunos de los pueblos de sus alrededores; visité Huanta, Maynay, Huamanguilla, Iguaín, pasé por Acosvinchos, Muyurina y estuve cerca a la Quinua.


Era la segunda vez que llegaba a este afable pueblo que casi siempre me despertó cierta admiración. Esta vez al verdor de sus valles y al callado respeto que me inspira su historia, se sumó la amabilidad conmovedora de su gente que siempre prestos a desearme un buen día, no dudaron en salir a mi auxilio cuando me estaba quemando bajo el sol o cuando estuve perdido en el bosque; nada más para hacer que mi alma se bañara de humanidad y afecto; pero este sentimiento se eclipsaba al pensar de que toda esta virtud emanaba de personas seriamente afectadas por la escasez y el olvido.

En estos días Ayacucho estuvo copada de una agresiva propaganda política de una candidata que derrochó dinero y apostó a toda costa al allanamiento de la virtud y al olvido de la memoria de aquél pueblo que sufrió los embates de dos huestes que, embriagadas de odio, materializaron lo que reza su nombre: Ayacucho, tierra de los muertos.

La propaganda de Keiko Fujimori estuvo en paredes, postes, árboles, en muros de la ciudad y el campo. Puede decirse, y sin exagerar, que no había un rincón sin una imagen, un logotipo o una arenga partidaria. A esto se sumaron el recorrido que hacían sus seguidores en imponentes camionetas bien equipadas con altoparlantes y banderolas propagando su prédica y repartiendo volantes, afiches y, sobre todo, regalando víveres, polos y otras chucherías con las que querían vencer la voluntad de un pueblo. Los colores del fujimorismo estuvieron hasta en las tiendas; en un polo o en una inocente pulsera de un dependiente desesperanzado.

La impresión que me lleve fue de gran preocupación y enorme desprecio a los que, sin escrúpulos, no escatiman esfuerzos por quebrar la moral de las personas. La gente necesitada y carente de atención, sucumbe fácilmente ante cualquier ofrecimiento barato que traen políticos y charlatanes inescrupulosos, pensaba yo al ver sus humildes viviendas de adobe, carentes de los más elementales servicios básicos.

Sin embargo, un par de semanas después el pueblo ayacuchano dió una enorme lección de dignidad. El 70% de la población había dicho NO a quien quería comprarle su voluntad con un kilo de arroz, un pan o un polo. Dijo no al fujimorismo de manera contundente y aleccionadora. Los ayacuchanos se levantaron de su aparente letargo y a viva voz gritaron 'no nos vendemos, no olvidamos, sabemos ser dignos, somos capaces de ejercer nuestra libertad y sobreponernos a la adversidad sin pedir limosna ni aceptar migajas'.

Gracias Ayacucho, eres admirable.

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